CUANDO EL EVANGELIO DERRIBA MUROS, NACE LA VERDADERA COMUNIÓN | Colosenses 3:9-13

No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, 10 y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno, 11 donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos.

12 Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; 13 soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros.

TRANSFORMACIÓN DEL CREYENTE

Aquí, el apóstol Pablo nos enseña que cuando somos llamados a seguir a Cristo, algo profundo cambia en nosotros. Es como si nos quitáramos la ropa vieja -esa forma de vivir marcada por el egoísmo, la mentira y el orgullo- y nos vistiéramos con una nueva identidad, una forma de ser que se parece cada vez más a Jesús. Este cambio no es instantáneo, pero sí constante y continuo: vamos creciendo en gracia y en conocimiento, hasta reflejar la imagen de Dios en nuestra vida.

CRISTO ROMPE TODAS LAS BARRERAS

Desde sus inicios, la comunidad evangélica se ha distinguido por eliminar las divisiones que predominaban en el mundo antiguo. En la iglesia de Cristo, no importa el origen étnico, religioso ni social: no existe distinción entre griegos y judíos, circuncisos e incircuncisos, bárbaros, escitas, esclavos o libres. Todos somos uno en Cristo, quien es todo y está en todos.

Como hijos amados de Dios, estamos llamados a revestirnos de compasión, bondad, humildad, paciencia y mansedumbre. Esto significa aprender a soportarnos, perdonarnos y tratarnos con amor, tal como Cristo nos perdonó.

El evangelio verdadero no se limita a una creencia; implica una transformación. Si no hay cambio, si seguimos igual que antes, falta algo esencial. El evangelio no solo nos salva: nos transforma, nos renueva y nos hace crecer, convirtiéndonos en personas nuevas, con una forma diferente de vivir y de ver a los demás.

LA IGUALDAD EN CRISTO

En la antigüedad existían muchas divisiones: por raza, religión, cultura y clase social. Los griegos despreciaban a quienes no hablaban su idioma; los judíos consideraban impuros a los demás; los escitas eran vistos como salvajes, y los esclavos ni siquiera eran reconocidos como personas.

Sin embargo, en Cristo, todas esas barreras se derrumbaron. En la iglesia, todos -sin importar el origen, la cultura o la condición social- se sentaban juntos como hermanos.

LAS BARRERAS ELIMINADAS POR EL EVANGELIO

La llegada del evangelio permitió que las divisiones se disiparan. El evangelio transformó el concepto de “bárbaro” en el de “hermano”, reconociendo a todas las naciones como parte de la humanidad. Esto propició el deseo de comprender otras lenguas y culturas. El evangelio abrió el camino para que las personas quisieran entender y acercarse unas a otras.

Una de las maravillas del evangelio es su poder para derribar muros que antes parecían infranqueables. En Cristo, las divisiones -por origen, cultura, religión o estatus social- se desvanecen, dando lugar a una comunidad nueva, reconciliada y verdaderamente humana.

Antes, los pueblos vivían enfrentados por sus diferencias de nacimiento y nacionalidad; muchos se despreciaban y hasta se odiaban. Pero el evangelio hizo posible lo impensable: que hombres y mujeres de distintos orígenes se reconocieran como parte de una misma familia espiritual. Personas que jamás se habrían sentado juntas, ahora compartían en armonía la Mesa del Señor.

También las barreras religiosas y rituales fueron superadas. Circuncisos y no circuncisos compartían la misma comunión; los judíos, que antes consideraban impuros a los gentiles, al abrazar la fe en Cristo comenzaron a verlos como hermanos. La fe trascendió las diferencias externas y unió los corazones.

En el ámbito cultural, el evangelio logró lo mismo. Los griegos, orgullosos de su sabiduría, y los escitas, considerados incivilizados, se reunían en la misma iglesia. El más sabio y el más sencillo compartían un mismo espacio, sin que la educación ni el prestigio marcaran diferencia. En Cristo, todos tenían el mismo valor.

Quizás uno de los gestos más revolucionarios fue la caída de las barreras sociales. Esclavos y hombres libres participaban juntos en la vida de la iglesia. De hecho, en la Iglesia Primitiva, podía ocurrir que un esclavo fuera el pastor y su amo, un miembro más de la congregación. Ante Dios, las jerarquías humanas pierden sentido; lo que importa no es el rango, sino el corazón.

Así, el evangelio no solo reconcilia al ser humano con Dios, sino también con los demás. Nos enseña que en Cristo no hay distinción, porque Él es todo y está en todos.

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