Y estableció a los doce para que estuviesen con él y para enviarlos a predicar.
Marcos 3.14
Es la gran noticia del evangelio que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores. El amor de Dios se manifestó en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros, y que justificados pues por la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Pero ese mensaje celestial tiene que ser difundido, anunciado a las naciones y por esa razón, Jesús estableció a los doce discípulos con dos propósitos: que estuviesen con él y también, para enviarlos a predicar.
Que estuviesen con él no significa que Jesús simplemente quería tener un grupo cercano afín a él; no, esto se refiere a que estos hombres comprendieran su mensaje y fueran instruidos en él para enseñarlo a otros. Los convirtió en discípulos. Lo primero es aprender, lo segundo, es predicar, ser testigos suyos. Esta es la cadena providencial que asegura el mensaje de Cristo a través de las generaciones y las naciones, el cual jamás se ha interrumpido. Más tarde Pablo instruye a su discípulo Timoteo: «Lo que has aprendido de mí, esto también encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros» (2 Tim 2.1). Esto se llama discipular, hacer discípulos.
El mensaje que los discípulos tienen que llevar es el de la vida eterna por la fe en la obra salvadora de Jesús, el Hijo de Dios. Es un mensaje divino, único, que no debían guardar para sí mismos. Vemos que en seguida comenzó a enviarlos de dos en dos y saliendo, predicaban que los hombres se arrepintiesen… y los sanaban. (6.7)
Pero la tarea no era sólo para los doce, sino para todos los discípulos de Jesús. Más tarde el Señor designó a otros setenta, a quienes también envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir. Eran una especie de heraldos. Las instrucciones eran muy claras: Sólo dependerían de la gracia y provisión de Dios; iban como ovejas en medio de lobos; eran mensajeros de paz anunciando que el reino de Dios estaba en el mundo; debían permanecer en las ciudades donde fueran recibidos, porque el Señor les anunció que también serían rechazados ellos y su mensaje. «El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el que me desecha a mí, desecha al que me envió.» (Lc 10). El resultado fue muy gozoso pues ni aún Satanás pudo resistir el poder del evangelio, y entonces Jesús se regocijó en el Espíritu y alabó al Padre porque él se agradó en que estas cosas fueran entendidas por las personas sencillas.
Esta historia aún no termina. Ahora somos nosotros a quienes corresponde anunciar el evangelio, en la certeza de que Dios honrará su Palabra y traeremos regocijo al corazón de Jesús.
Gerald Nyenhuis H. | Originalmente publicado en| Boletín Buen Óleo el 18 de noviembre de 2018